Como todos sabéis, Akela es el jefe de la Manada, aunque quizás no sepáis su historia.
AKELA
Echado cuan largo era sobre su peña, estaba Akela, el enorme y gris Lobo Solitario que había llegado a ser jefe de la manada gracias a su fuerza y habilidad. Más abajo se sentaban unos cuarenta lobos de todos tamaños y colores: había veteranos de color de tejón que podían enfrentarse a solas con un gamo, y había también lobos de tres años de edad que sólo presumían que habían de poder. Desde hacía un año, el Lobo Solitario los guiaba a todos. Allá en su juventud había caído dos veces en una trampa; en otra ocasión había sido apaleado hasta darlo por muerto. Sabía muy bien, pues, los usos y costumbres de los hombres.
De pronto, una madre empujaba a su lobato hacia la luz de la luna para estar segura de que no había pasado inadvertido. Akela, desde su peña, gritaba:
-Ya saben lo que dice la ley; ya lo saben. ¡Miren bien, lobos!
Y las madres, ansiosas, repetían:
-¡Miren! ¡Miren bien, lobos!
Al cabo, llegó el momento -y a mamá Loba se le erizaron todos los pelos del cuello- en que papá empujó a «Mowgli, la rana», corno lo llamaban, hacia el centro. Mowgli se sentó allí, riendo y jugando con algunos guijarros a los que hacía brillar la luz de la luna.
Sin levantar la cabeza, que hacía descansar sobre sus patas, Akela continuaba profiriendo su monótono grito:
-¡Miren bien!
Se elevó un sordo rugido detrás de las rocas. Era la voz de Shere Khan que gritaba a su vez:
-Ese cachorro es mío; debéis dármelo. ¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro humano?
Akela ni siquiera movió las orejas. Se limitó a decir:
-¡Miren bien, lobos! ¿Qué le importan al Pueblo Libre los mandatos de cualquiera que no sea el mismo pueblo? ¡Miren bien!
Ahora bien: la ley de la selva ordena que, en caso de ponerse en tela de juicio el derecho que un cachorro tiene a ser admitido por la manada, deberán defenderlo, a lo menos, dos miembros de ésta, que no sean su padre o su madre.
-¿Quién alza la voz en favor de este cachorro? -interrogó Akela-. ¿Quién, de los que pertenecen al Pueblo Libre, habla en favor suyo?
Nadie respondía, y mamá Loba se preparó para lo que ya sabía ella que sería su última pelea, si era preciso llegar al terreno de la lucha. Pero entonces, Baloo, único animal de otra especie a quien se le permite tomar parte en el Consejo de la manada; Baloo, el soñoliento oso pardo que alecciona a los lobatos la ley de la selva; el viejo Baloo, que va y viene por donde quiere porque su alimento se compone sólo de nueces, raíces y miel, se levantó en dos patas y gruño:
-¿El cachorro humano?… ¡Yo hablo en favor del cachorro! No puede hacernos ningún mal. No soy elocuente, pero digo la verdad. Que corra con la manada y que se le cuente como uno de tantos. Yo seré su maestro.
-Ahora necesitamos que hable otro en su favor -dijo Akela-. Ya habló Baloo, el cual es maestro de nuestros lobatos. ¿Quién quiere hablar además de él?
Se movió hacia el círculo una sombra negra. Era Bagheera, la pantera, todo el mundo conocía a Bagheera; nadie osaba atravesarse en su camino, porque era tan astuta como Tabaqui, tan audaz como el búfalo salvaje y tan sin freno como un elefante herido. Con todo, su voz era suave como la miel silvestre que se desprende gota a gota de un árbol y su piel era más fina que el plumón.
-¡Akela -dijo en un susurro-, y ustedes, Pueblo Libre! Yo no tengo derecho, cierto, de mezclarme en esta asamblea. Mas la ley de la selva dice que si surge alguna duda, no relacionada con alguna muerte, tocante a un nuevo cachorro, la vida de éste puede comprarse por un precio estipulado. La ley, por último, no dice quién puede o quién no puede pagar ese precio. ¿Es cierto lo que digo?
-¡Muy bien! ¡Muy bien! -dijeron a coro los lobos más jóvenes, hambrientos siempre-. ¡Que hable Bagheera! El cachorro puede comprarse mediante un precio estipulado. Así lo dice la ley.
-Es una vergüenza matar a un cachorro desnudo. Por lo demás, puede ser muy útil para ustedes en la caza, cuando sea mayor. Ya Baloo habló en su defensa. Pues bien: a lo que él dijo, añadiré yo la oferta de un toro cebado, acabado de matar a poca distancia de aquí, si aceptan al cachorro humano de acuerdo con lo que dice la ley. ¿Hay algo qué objetar?
Se elevó un clamor de docenas de voces que decían:
-¡Qué importa! Ya morirá cuando lleguen las lluvias del invierno; ya le abrasarán vivo los rayos del sol. Una rana desnuda como ésta, ¿en qué puede perjudicarnos? Dejémosle que se junte a la manada. ¿Dónde está el toro, Bagheera? ¡Aceptémoslo!.
Y se escuchó entonces el profundo ladrido de Akela que advertía:
-¡Mírenlo bien, mírenlo bien, lobos!
Entre las sombras de la noche, rugía aún Shere Khan, furioso por no haber logrado que le entregaran a Mowgli.
-¡Ea! ¡Ruge, ruge cuanto quieras! –Le dijo Bagheera en sus propias barbas-, O yo no conozco nada a los hombres, o llegará el día en que esa cosa que está allí tan desnuda le hará a su merced rugir en muy distinto tono.
-Hicimos bien -observó Akela-. Los hombres y sus cachorros saben mucho. Con el tiempo, podrá ayudarnos.
Akela permaneció mudo… Pensaba en aquel tiempo que fatalmente llega para todo jefe de manada, cuando sus fuerzas lo abandonan, cuando se siente más débil cada día, hasta que, al fin, los otros lobos lo matan y viene un nuevo jefe a ocupar su puesto… para que a su vez lo maten también, cuando le llegue el turno.
-Llévatelo -le dijo a papá Lobo- y adiéstralo en todo aquello que debe saber quien pertenece al Pueblo Libre